Juegos olímpicos · Texto: Jero Saralegui
Sobre la calle Venezuela, en Monserrat, viven dos atletas que suelen entrenar en ese momento en que la tarde está a punto de pasar a ser noche o melancolía. Hay vértigo en uno y risas en ambos. Sentada en el piso, la mamá alza en brazos al pequeño y rápidamente lo desliza por su pecho, espalda y cintura hasta que, milagrosamente, llega de pie al suelo en un aterrizaje digno de alguna de las disciplinas de la gimnasia olímpica. Acto seguido, el hijo toma distancia e inicia una carrera veloz y destartalada que incluye un triple salto que termina, otra vez, en los brazos de la mujer. El tercer ejercicio es el de nado sincronizado sobre piso flotante, uno de los más bellos oxímoron con los que me haya topado hasta el día de hoy: acostado, el dúo eleva las cuatro piernas, las hace pedalear en el aire y después las mueve coordinadamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, antes de quedar todas enredadas. Como es de esperar, los veredictos son constantes y coincidentes entre sí. Algunos podrán acusar al tribunal de haber perdido la imparcialidad. Siempre pone dieces.